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La educación limita la creatividad y fomenta la obediencia.

¿Qué te viene a la mente cuando piensas en la educación? Quizás una imagen de un aula llena de estudiantes, pupitres alineados en filas ordenadas y un profesor de pie frente a la clase dando una lección. Esta es, efectivamente, la imagen clásica que muchos asocian con la educación, una estructura que ha persistido durante años. Aunque hoy día vivimos en una época de rápida evolución, y el sistema educativo ha introducido ciertos cambios, estos no siempre han sido significativos. No obstante, en algunos sistemas occidentales, se ha comenzado a optar por una visión del aprendizaje más centrada en el niño.

Considerar el aprendizaje como un proceso personal y activo es clave en la teoría del desarrollo intelectual. Desde el nacimiento hasta los primeros años de la infancia, el aprendizaje se origina en el deseo natural de sentir, explorar, dominar y descubrir el entorno. Por esta razón, es importante desconfiar de los sistemas de educación estandarizados, que promueven tareas preconcebidas y evaluaciones cuantitativas como forma de medir la inteligencia, ya que estas prácticas pueden limitar el verdadero potencial del niño.

La educación tradicional, tal como ha sido estructurada en muchas sociedades, tiende a priorizar el aprendizaje de normas, reglas y conocimientos específicos que, si bien son esenciales para la cohesión social y el desarrollo intelectual, a menudo pueden restringir el pensamiento creativo y original. Al centrarse en la transmisión de saberes preestablecidos y en la evaluación uniforme de estos, fomenta una actitud de obediencia y conformidad. Esto puede llevar a los estudiantes a seguir patrones de pensamiento y conducta establecidos, limitando su capacidad para cuestionar, innovar y explorar ideas fuera de los esquemas convencionales. En este sentido, la educación puede percibirse como un sistema que, aunque sin intención deliberada, inhibe el desarrollo de la creatividad en favor de la obediencia y la adaptación a las normas.

Según Piaget, la educación debería inspirar a las personas a crear, inventar e innovar, en lugar de conformarse y seguir directrices establecidas que ignoren la imaginación. Otro aspecto fundamental de la educación centrada en el niño es el concepto de «preparación», que implica establecer los límites del aprendizaje según la etapa de desarrollo.

Durante años, la inteligencia de las personas ha sido medida en función de su conocimiento en áreas específicas de la vida estudiantil o profesional. A la mayoría se nos enseña a ser «buenas personas» y a obedecer a los mayores, quienes son vistos como figuras de autoridad. Sin embargo, la consciencia del niño, que aún no ha sido condicionada por la sociedad, es inocente, natural y transparente; percibe la realidad sin filtros. Esta visión puede resultar incómoda para los adultos, ya que expone sus propias cegueras y contradicciones.

La curiosidad y espontaneidad naturales del niño lo llevan a hacer todo tipo de preguntas a sus cuidadores. Pero en lugar de responder con honestidad, los adultos llenan su mente con prejuicios, mandatos y expectativas. Cuando el niño pregunta: «Papá, mamá, ¿quién es Dios? ¿Dónde está Dios? ¿Quién creó a Dios?», los adultos, en lugar de decir «No tengo ni idea; ni siquiera sé si existe», prefieren inculcarle creencias que ellos mismos han escuchado de otros. Pocos tienen el valor de admitir: «Es solo una suposición, no una experiencia personal», dejando el interrogante abierto para que el niño, cuando desarrolle un interés espiritual, pueda explorar el misterio de la existencia guiado por su propio ser.

El niño es inocente, dependiente e indefenso; no tiene libertad ni los recursos intelectuales para rebatir a un adulto. Siente la presión de conformarse, pero quiere a sus padres y no puede decirles: «Papá, mamá, me estáis obligando a creer en un Dios que ni siquiera conocéis. ¿Por qué no me decís la verdad?».

El niño necesita el amor y el aprecio de los adultos, y pronto aprende que ser directo y honesto puede traer problemas y humillaciones. En muchas familias, cuestionar la ideología, los valores, las creencias y las tradiciones de los padres es considerado una falta de respeto, y la desobediencia es vista como una afrenta intolerable. Los padres suelen querer hijos obedientes, que no cuestionen su autoridad, que se comporten bien y sigan el camino que les han marcado, ajustándose a sus expectativas. Sin embargo, la verdadera educación debería aspirar a formar personas inteligentes, independientes y con una visión propia del mundo y de sus propias vidas, capaces de cuestionar y de construir sus propias creencias.

Me despido con un abrazo lleno de luz.